rollo pelicula

Nos fumamos esa noche en tres caladas. Vino, música, sexo.

 Y la mañana siguiente llegó para encajarnos las miradas. Tú sonreíste primero pero esta vez el puzle lo monté yo.

No me importó que no prepararas café. Ni marcharme despeinada. Aprendí a salir corriendo antes que la ternura nos pisara las entrañas.

Las sonrisas victoriosas de los hombres simples, despertaron  mi sexualidad des-generada. No hubo “Ya te llamaré” porque el títere lo dejé desconectado.

Y la puerta se cerró sin sumisión, sin rencor y sin legañas. Acomplejadas, las nubes. Resaca de un orgasmo libre y el amor en bragas.

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Y los ochenta y pocos. Esa generación desbordada que estudió para aprender. ¿Algo más bonito? Si no fuese porque también pensamos que nos serviría para trabajar. Algún día que nunca llega. Pero también despreocupada, que espera ver cerrarse este paréntesis, tras un chasquido. No. No puede ser tan largo. No puede ser un paréntesis. Debe ser punto y aparte, y escribamos otra historia.

Sólo se me ocurre viajar. Y cada vez estoy más enganchada al café y menos a tus besos. Porque el concepto de pareja no lo comprenden ya ni mis calcetines. Tan suyos. Tan desorientados.

Me mojo sin llegar a empaparme. Y sigo sin reconocer la lluvia. Será esta fobia a los paraguas, o la seriedad que le falta a mis dos canas. Tan jóvenes, tan tempranas, ¡e inexpertas!. Pero, ¿a quién le importa?, dime. Tan desocupadas.

Y mientras tanto vendamos sueños para comprar esperanzas. Aprendiendo a dejar de ser nosotros, para pensar en nosotras. Cada vez menos mayores. Y más lejos de casa.

-Mamá quiero ser artista.- Venga ya, no están los tiempos para andar soñando. Parece que nunca lo son. Ni cambiando el chándal por vaqueros. Ni después de haber empapado más que nadie sensación de vivir.  

Y reinventamos la ilusión, porque nos hicieron invencibles. Y creímos vencer al miedo, sin haberlo siquiera conocido. Ellos. Que lo escondieron tras la esquina, pensando quizá que lo habían sufrido lo bastante por nosotros. Nosotras, y nuestro primer móvil. ¡Tan independientes! Aquél entonces…

Ellas. Que nos dieron todo lo que les faltó. Que quizá les faltó recordarnos lo que costaba. Hijas del silencio aconsejado -cuando lo mejor fue pasar desapercibido. ¿Quién nos empujará a ser protagonistas?- Madres, de las buenas formas. ¡Que tanto nos quisieron! Y ahora, que tan poco nos comprenden.

amelie enfadada

El avance se lleva también cosas bonitas– empujo más letras que dibujo y no puedo remediarlo-.

Echo de menos escribir a mano.

Bailar el lápiz.

Ensuciarme los dedos de tinta con complejo de libertad.

Equivocarme. Y tachar sin esconder. Morder indecisa la tapa, antes de dejar huella. Porque las palabras se camuflan bajo el típex, pero nunca desaparecen.

Hay una tecla asesina que calla los inconscientes. Y yo sólo pienso en arrugar el papel, no convencida.- y poder desplegar los errores, cuando me venga en gana, que para eso son míos-.

Divertirme por no entender mi propia letra. Pero siempre reconocerla.

Y esas tildes. Tildes gigantes, que acentúan sensaciones. Tildes sin medida.

No separar las yemas de los dedos, no se escurran las palabras. Dejarlas resbalar, como quien comete un desliz. Deslices con sabor a principio. Principios con olor a libros viejos.

Prolongar. Que es tan frío este teclado. Tan perfecto, que enmudece. Y de pronto, todos mimos.

Imborrable, como un pensamiento espontáneo. Y única. Inimitable, como un momento, quiero mi letra.

Inclasificable en tipo.Incorregible, ni en negrita, ni en cursiva. Y siempre en minúscula. Bueno, casi siempre.

Imperfecta como la vida. Que pasa sin darnos tiempo a corregirnos demasiado.

¿“Acaso las palabras se duermen cuando apagas el ordenador”?


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¿Cuánta nostalgia cabe en una noche? ¿Y en tus zapatos? Todavía pienso que me extrañas.

Echar de menos. No puede medirse en unos pasos.

Cuánto frío dejaste. No tienes ni idea. Lo peor no es que olvidases la ventana abierta, es que no la pude cerrar. Encajada, junto a mis sentidos. Ya lo sé, mi culpa es mía, pero la tuya no la quiero más en mis almuerzos.

¿Qué importa? Si los desayunos son largos. ¿Qué importa ahora? Y las miradas perdidas, y los cigarrillos finos. Casi tanto como mis esfuerzos. Y los silencios indecisos,  también inocentes.

Despiértame esta noche. Ya sabes para qué. Sí, también lo sabes. La almohada se despierta en los pies. Y estos sueños –no hay quien los dibuje- que no aprenden cómo dejar de andar descalzos.

 

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No. Esto no es amor, y yo soy terrorista. Y mi meta son tus ojos.

Dispuesta a hacerles una propuesta vagabunda, contraté no tolerar ninguna duda, ni pequeña ni gigante.

Tambaleo, pero no me caigo. No. No pienses que vacilo. No me asusta pisar muecas, atemorizar pestañas, para terminar inmersa en tu verde aceitunero – ese verde favorito, ombligos de mi mundo-. Al menos, un segundo. Al menos antes de diciembre.

Este invierno será frío. Huele a chimenea, al salir de tus ojos. Ceniza de leña vieja.

Importan poco las líneas que pinta tu horizonte. Voy a desdibujarlas. Una a una. Para desviarlas hacia el mío. Pásate de la raya, si quieres. El límite ya lo atropellé. Nadie nos dijo que el corrector sólo cubría las palabras.

No existen negociaciones – ¿acaso las recuerdas?-, ni vergüenza. Y no. Tampoco es una obsesión. Es sólo… Inevitable. Algo preciso. Tu mente y sus pensamientos irresistibles.

En guerra contra tu desinterés derroto ejércitos de monstruos insensibles sin cuidado. Si me miras escuchas mi revolución, si me rozas te enamoras de ella.

Tengo un chantaje entre los calcetines, por si me dejas sin palabras.

Y me lanzo decidida. Sólo un segundo, para ser libre, a invadir tu mirada. Y no. No es amor. Y yo, yo soy terrorista.

 

Guardo mi faceta valiente

sólo para andar descalza en este invierno.

En el fondo, la culpa, fue de las manos.

No habían destapado del todo los ojos,

cuando ya se encajaban sobre los labios.

Pobres cobardes. De delirios enmudecidos.

Fuimos buenos escépticos, pero las sorpresas

se iban sacudiendo de mentiras empapadas.

Tú empezabas a ser más tú que nunca y yo,

yo todavía no había terminado de ser yo.

El maquillaje no supo quitarse las legañas,

pero esa mañana amanecí con los pies fríos,

y eso

que terminaba de llegar la

primavera.

 

 

 

 

 

Dormíamos. A penas a un metro del calor que desprendía su sueño, sin llegar a rozarlo, imaginaba hasta la figura de su aliento. Mis ojos se cerraban y sabía que, al abrirlos, respiraría todavia el mismo espacio, estrecho, hermético, asfixiante. Ambos despertares bailarían callados en el aire, caliente, pesado, casi insoportable, sin llegar a mezclarse con libertad. El ambiente, compuesto de una cordura exagerada, dibujaba dos almas cercanas a ninguna parte, pero cada una miraba en distinta dirección, ligadas por la impensable locura de darse la vuelta en un instante y cambiarlo todo. La locura disfrazada de utopía alimentaba un sueño compartido que, siempre agonizando, no dejaba de morirse de hambre, sólo por la remota idea de que así, simplemente como estaba, resultaba todo más sencillo.

 

 

Ebria de libertad

no me atormentan los sinsentidos,

Columpiada por los segundos

no me preocupa ver las horas,

Inclinada sobre las tardes

no me asustan las mañanas,

Si tapases mis ojos hoy

seguiría escuchando al mundo (que me llama).

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Me sentía perdido sin uno de ellos. El vagar por las calles sin rumbo ni destino me angustiaba, atropellado por un interrogante, temeroso de andar formando círculos moribundos. Con la insoportable sensación de dejar escapar lo más hermoso, de perderme cada detalle, por minúsculo e insignificante que pareciese. Hasta que no estaba seguro de conocer bien aquello que me rodeaba no me sentía satisfecho, tranquilo, completo. Un mapa. Es justo lo que necesitaba, y lo primero que buscaba, cuando pisaba las grandes ciudades, los pequeños pueblecitos de montaña, las costas más abarrotadas y hasta los áridos desiertos.

Ella caminaba a mi lado. Adoraba guiarla, llevarle a los lugares más remotos, sin vacilar, sintiendo que nada ni nadie podía desorientarnos porque en mis manos tenía el camino, estable, seguro, aparentemente imborrable. Al contrario que a mí, a ella le incomodaba sentirse en un espacio delimitado. Se ahogaba al verse inmersa en un trazado de líneas dibujadas sobre un papel. Se encontraba cuando se sentía perdida.

Un día fui yo quien la perdí, y nunca antes me había sentido tan absurdo. Todos mis mapas, sus indicaciones, se volvieron entonces un montón de sinsentido. Códigos indescifrables, un lenguaje de imposible interpretación. Calles que no me llevaban a ninguna sonrisa. Caminos que no conducían a caricias amables. Flechas que indicaban hacia ninguna dirección. De nada sirvieron mis desatinados esfuerzos por orientarme, mis incansables búsqueda ni mis atajos favoritos. Así que me deshice de ellos.

Camino, desde entonces, vagabundo. No sé cómo, ni cuando, ni por dónde voy, pero sé qué es lo que quiero encontrarme. A ella, en medio de ninguna parte, para que dé sentido al viento que le sopla a mi rumbo.

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El silencio es menos incómodo a tu lado.

 

El olor a café de mis mañanas se marcha con prisas si no logra despertarte.

 

Las noches de lectura sin tu presencia callada se me hacían menos raras.

 

Las noticias tienen menos sentido sin tus críticas.

 

El té es más insípido en mis labios sin saborear tus palabras de sobremesa.

 

La poesía es menos poesía si cuando la leo no estás para ignorarme.

 

A mis días le faltan especias. Especias morunas que, cuando están no consigues distinguir,

pero su ausencia descubre lo insulso de un momento acostumbrado.